sábado, 25 de marzo de 2023

Leyendas peruanas: El señor de Sipán



En el norte del Perú florecieron siglos atrás varias civilizaciones que nos han dejado impresionantes restos de construcciones y muestras de arte que han sido desenterradas durante mucho tiempo. Antes de la llegada de los arqueólogos a comienzos del siglo XX, el desentierro de tesoros funerarios era una industria en esa parte del país, que vendía esos tesoros a extranjeros, o fundía el metal para venderlo al peso. Esta actividad, llamada “huaqueo” continúa hasta hoy de manera ilegal, y es parte importante de esta historia del mayor tesoro encontrado en mi país, y que contaré tal como me la contaron a mí, con algunos detalles que difieren de la versión oficial. 

Mi historia comienza en el año 1987. En la zona llamada “Sipán” corrían, como en todo el norte del Perú, leyendas de tesoros escondidos aún por descubrir, pero también había gente que creía que todo ya había sido saqueado en los 5 siglos anteriores, y que se conformaba con trabajar la tierra sin más molestias que ocasionales “huaqueros”, buscadores de tesoros. Uno de aquellos agricultores tenía una pequeña “chacra” o campo de cultivo en donde también criaba gallinas y conejos, como es común en aquellos sitios. Un día, este agricultor descubrió que sus conejos habían desaparecido. Como es natural, lo primero que pensó fue en un robo, pero no parecía haber señales de alguien que hubiera entrado en la noche. Encontró un agujero excavado por los conejos para huir y se convenció que no había razón para culpar a los niños del lugar, los primeros sospechosos cuando desaparecen conejos de una casa. Se dedicó entonces a registrar el campo en busca de sus conejos. Un par de días después, el agricultor encontró a los conejos cerca de un montículo de tierra que era una antigua huaca que se creía ya saqueada hace mucho, llamada “Huaca Rajada”. Recuperar conejos que han huido no es tan fácil, pues ellos cavan sus madrigueras en la tierra, y hay que cavar para sacarlos. Grande fue la sorpresa del agricultor cuando, al cavar con una pala, encontró una pieza de oro. No había tiempo que perder, tenía que sacar todo lo que pudiera antes que otros se dieran cuenta y le quitaran el tesoro que acababa de encontrar. 

La tarea fue fructífera, el agricultor encontró algunas piezas de oro y plata. Ahora se enfrentaba al siguiente problema, que era cómo vender el metal encontrado. Alguien le contactó a un traficante conocido que podría comprarlo. El asunto era delicado, no podía revelar el lugar del hallazgo y debía cuidarse de no ser seguido para descubrir de dónde provenían las piezas, de lo contrario su vida correría peligro. Se acordó una reunión en un restaurante de la zona. Tal vez fue la inexperiencia del agricultor al tratar con este tipo de gente, tal vez el precio ofrecido fue muy poco, el hecho es que la negociación terminó en una discusión abierta que hizo al dueño llamar a la policía. En la comisaría, el traficante soltó todo lo que sabía y esa misma noche se esparció la noticia, ocurriendo lo que el agricultor temía: una multitud de huaqueros invadió su propiedad en busca del tesoro enterrado. Por su parte, la policía dio aviso al arqueólogo Walter Alva, director del museo Bruning, el más importante de la vecina ciudad de Lambayeque, para identificar las piezas.

El director Walter Alva se dio cuenta de la importancia del hallazgo y pidió un contingente policial para proteger la zona. El comisario se mostró reticente a enviar un escuadrón a un lugar, hasta que Walter Alva le explicó los antiguos peruanos enterraban a sus dignatarios en varios niveles, siendo el entierro principal el más profundo. Esto significaba que el tesoro principal no había sido hallado, y que, si se encontraba, podía ser el más grande del que se tuviera noticia. El contingente enviado tuvo que hacer uso de la fuerza para dispersar a la multitud que para entonces ya había encontrado en lugar del hallazgo. La policía se retiró una vez despejado el lugar, a pesar de las protestas de Alva, para encontrar al día siguiente que el terreno había sido excavado nuevamente durante la noche. Se tuvo que dejar unos policías de forma permanente, y aun así, Walter Alva tuvo que pedir apoyo al ejército, improvisar allí un campamento, y quedarse a dormir con una escopeta al costado, temiendo un ataque de los huaqueros y traficantes ilegales. 

Es aquí donde la historia oficial se hace cargo. Las excavaciones encontraron abundantes piezas de oro y plata, y todas las momias del entierro. El personaje enterrado, llamado desde entonces “Señor de Sipán” había sido un gobernante del siglo III, sepultado con una magnificencia que hizo inevitables las comparaciones con el descubrimiento de la tumba de Tutankamón. El descubrimiento es hasta ahora el más importante hallado en toda América, y el Señor de Sipán hoy tiene su propio museo en la ciudad de Lambayeque, donde se encuentran todos los tesoros encontrados y las piezas que pudieron recuperarse del agricultor y los traficantes que llegaron primero. Hoy el mundo reconoce a Walter Alva como el descubridor de este tesoro, olvidando al agricultor, y más aún, a sus humildes conejos, que realmente encontraron este tesoro escondido. 

Aquí podría terminar este relato, pero agregaré mi experiencia personal con el Señor de Sipán. Desde que su descubrimiento saltó a las primeras planas, se fueron organizando exposiciones del tesoro encontrado, habiendo salido a diferentes países y despertando la admiración en todos ellos. La primera vez que lo vi fue en la exposición en el Museo de la Nación, en Lima, en donde se exhibía mientras se construía su Museo permanente en Lambayeque. La segunda vez fue cuando me tocó hacer un trabajo en una ciudad cercana, y no desaproveché la oportunidad de tomarme una tarde para visitar el Museo del Señor de Sipán. En estas dos ocasiones, me decomisaron cámaras y celular en la entrada. La tercera vez fue la que se convirtió en una experiencia que muy pocos han tenido.

Yo trabajaba entonces en la organización de los Juegos Panamericanos, y fui asignado al edificio en donde sería la sede de prensa. Aquí se aprovechó para dar a conocer a los periodistas extranjeros los atractivos turísticos del país. Dentro de las varias exposiciones que se hicieron, la principal fue la del Señor de Sipán. Yo ignoraba todo esto hasta que llegué al edificio y vi que estaban despejando un lugar en uno de los ambientes principales. Yo pensé que sería otra exhibición de fotos o de comida, como las que ya estaban instaladas en ese momento, pero al día siguiente me encontré con que estaban desempacando las piezas de oro y plata de la exposición. 
Armado de mi pase especial que me daba acceso libre, me acerqué a contemplar las piezas, sin vidrios que se interpusieran, literalmente al alcance de mi mano. Aproveché para tomar fotos con mi celular de algunas piezas, a escasos centímetros de ellas, lamentando no tener una mejor cámara, hasta que el celular me traicionó e iluminó el recinto con un flash impertinente. Allí me descubrió uno de los guardias y me ordenó alejarme de allí. No hubo otra oportunidad. En la tarde las piezas ya estaban protegidas dentro de sus vitrinas y separadas del público por cintas que impedían acercarse. 

Desde entonces puedo enorgullecerme de haber estado a escasos centímetros del tesoro más grande encontrado en el Perú, y de que hubiera podido tocarlo si hubiera querido.

miércoles, 15 de marzo de 2023

La mala comida



Ya he mencionado antes que la comida peruana se ha convertido en una atracción para el turista que visita nuestro país, y los peruanos son incansables promotores de su comida. Yo he escuchado decir que hasta la comida italiana sabe mejor aquí, entre otras hipérboles que pueden hacer creer al extranjero que incluso el huevo frito sabe mejor aquí, y que cualquier cosa que le ofrezcan a uno en la calle será un manjar. Muchas veces esto no está lejos de la verdad, pero esto puede llevar a pensar que en el Perú no existe mala comida. He visto gente romantizar la comida callejera vendida en una carretilla, tal vez porque lo han hecho solo ocasionalmente, y porque no han comido lo que yo he comido. Contaré entonces algo para hacer recordar a mis paisanos que si no existiera la mala comida, no sabríamos apreciar lo bueno.

Quien haya vivido o trabajado en zonas pobres (y algunas no tan pobres) sabe que hay sitios donde la comida no es nada buena, pero aun así tiene que consumirla, porque no hay otra. En todos los lugares del Perú hay al menos un sitio de estos, que son conocidos con el nombre genérico de “Tía Veneno”. En este lugar, regentado siempre por una señora ayudada por su hija, no se debe preguntar sobre la procedencia de los ingredientes, y uno debe comer a su propio riesgo, pues las consecuencias son imprevisibles para un estómago que no esté endurecido por la pobreza. 
Cuando yo estudiaba en la universidad había uno de estos locales en donde los estudiantes almorzaban y conversaban de las cosas que conversan los universitarios pobres. Las veces que pasé por allí me preguntaba cómo mis compañeros podían comer eso sin quejarse como yo. Recuerdo que me servían un guiso con tan poca carne que casi podía pasar como un plato vegetariano, con una cantidad exagerada de condimento para disimular el sabor. Adicional a esto, había que echarle mucho ají, “para que pase”, como decían todos. Yo trataba de evitar siempre ese sitio, o pedir allí solo galletas y una gaseosa, algo que haya sido fabricado y empaquetado en otra parte. Desde esa época ya no he podido comer en lugares así, mi estómago ya no es lo que fue en ese tiempo. Con todo, no hay lugar en el Perú en donde uno no pueda preguntar por “La Tía Veneno” sin ser dirigido a un lugar específico, conocido por todos, muy barato pero muy malo. 

Con el tiempo he conocido otros lugares así, muy a mi pesar siempre, por ejemplo uno a donde siempre me invitaban, pero a donde nunca fui, que ofrecía chanfainita a un sol cincuenta. La chanfainita es uno de esos platos muy populares que no se encontrarán en un restaurante siquiera de mediana calidad, hecho a base de pulmón de vaca. El hecho es que un plato que se ofrecía a sol cincuenta en un tiempo en que un menú para obreros estaba a ocho soles encendía todas mis alarmas. 

Otro lugar conocido en todo el Perú es “Los Agachados”. Esta es una carretilla o triciclo en donde se acomodan unos bancos chatos que dan la impresión al transeúnte de ver a los comensales comiendo agachados. Estos lugares son una lotería, puede tocarte un plato bueno o uno muy malo, solo los habituales pueden guiarte en la elección de la mejor carretilla de comida. Yo he compartido estos sitios cuando he acompañado a obreros en algún trabajo. Sabido es que los obreros no son para nada gourmets y su recomendación es casi otra lotería, pero en ocasiones no hay de otra. Hay gente que celebra a estos restaurantes ambulantes, y algunos empezaron así, y que progresaron hasta tener un restaurante legal, con local, mesas y todo, pero aún siguen sirviendo en la vieja carretilla, porque comer en “Los Agachados” no solo es un almuerzo, es también una experiencia. 

Y ya que he mencionado que los obreros no son las personas más indicadas para recomendar un lugar bueno para comer, imagínense ahora un lugar en donde los obreros más aguantadores se quejan de lo malo que está un almuerzo. Esto me ocurrió hace tiempo. Yo acababa de llegar a una obra en un pueblo y teníamos que organizar la logística de los empleados. Al ingeniero a cargo lo convenció uno de los obreros de contratar a su pareja ocasional para cocinar a todo el grupo, que era más de una veintena, la mayoría obreros. En menos de una semana, los obreros abandonaban el lugar a la hora del almuerzo y preferían irse a cualquier otro sitio. La cocinera se quejaba de que le sobraba comida, y se le tuvo que explicar que para que un obrero mal pagado rechace una comida y prefiera pagar en otro lado, se necesita una comida en verdad mala, sin considerar los problemas estomacales que también aparecieron. 

Con todo, es probable que esta experiencia no haya sido la peor comida que he probado, aunque esté entre los primeros (o últimos, según se mire) lugares del ranking. En otra obra, ubicada en una mina en la cordillera de los Andes, la minera tenía un trato con la comunidad vecina para contratar la mayor cantidad posible de personal de la zona. A tales personas las metieron con una mínima preparación a la cocina. Hasta hoy estoy convencido de que a estos cocineros improvisados les dieron una foto del plato con la única instrucción de que el plato debía parecerse al de la foto. Lo que se suponía que era una sopa oriental, era un menjunje con todos los ingredientes equivocados y reemplazados por lo que pudieron encontrar en el pueblo a seis horas de la ciudad, y que se pareciera mínimamente a lo que debía ser. 

La última experiencia la tuve hace poco, nuevamente en un pequeño pueblo, aunque esta vez a solo dos horas de la ciudad. El sitio tenía varios restaurantes, pero éstos solo abrían los fines de semana, para la gente que salía a pasear a la campiña. Los demás días solo me quedaban dos alternativas, cada una peor de la otra. Me tuve que decantar por la opción donde me servían sin cara de alguien que odia su trabajo. En dos ocasiones después de dos cucharadas me declaré incapaz de continuar. Mientras pensaba en qué hacer con ese plato que me resistía a llamar comida, hice un descubrimiento inquietante: además de la calidad de la comida, se notaba una falta de higiene, y todo estaba lleno de moscas que ya no hacían caso cuando las trataba de espantar, invadiendo la mesa, los cubiertos y las servilletas. Todo menos un lugar. Las moscas evitaban cuidadosamente posarse sobre la propia comida. Y esta no era una casualidad, porque el prodigio se repitió todas las veces que estuve en el pueblo. Es la primera vez que veo una comida tan mala que ni las moscas se interesan por ella. 

Como dije al inicio, estas son las cosas que me hacen apreciar cuando me sirven un buen plato de comida peruana.

domingo, 5 de marzo de 2023

La vida de las moscas



Aprovecha cada minuto, que la vida es corta, me dices. Permíteme discrepar, porque pocos animales hay con una vida más larga que los humanos, y nadie envidia a las tortugas por vivir 150 años. Son los otros animales los que deben aprovechar su tiempo, solo piensa en lo que daría un perro por vivir un poco más de sus 15 años. 

Para darte un mejor ejemplo, te contaré la vida de las moscas. Tal vez ya sabes que las moscas sólo disponen de un mes, para nacer, crecer, reproducirse y morir, y eso no les da tiempo para pensar ni esperar tiempos mejores. 
Las moscas (y esto me lo han contado otros insectos muy documentados) se manejan movidas casi siempre por el instinto, por lo que cuando se posan en tu plato lo hacen únicamente por hambre. No tienen nada contra ti, ni es su interés amargarte la vida como piensas, y por lo mismo no hacen caso de tus insultos. 
¿Qué pueden hacer las moscas en un mes de vida? Te diré más bien lo que no hacen: No pierden el tiempo en probar pareja tras pareja buscando requisitos imposibles. El amor de su vida es la primera pareja que encuentran, no hay tiempo para más. Tampoco buscan la acumulación de riqueza, pues el mundo es grande y lleno de comida. No tienen tiempo para fingir ante otras moscas que son mejores, bastante tienen con buscar el propio sustento y cumplir con la necesidad de la reproducción. 

Con un mes de vida, las moscas ven el mundo de manera muy diferente a los humanos. Para ellas los árboles son eternos e inmutables, como para nosotros las montañas, ya que nadie ha vivido lo bastante para verlos cambiar. Las casas humanas son para ellas accidentes geográficos que aceptan sin cuestionar, y las calles, parte del mundo tal como fue creado por alguna deidad ignota. 

Lo anterior podría llevar a pensar que las moscas creen en algún dios, pero eso no es cierto. La religión no es algo que se puede aprender en un mes, y hay cosas más importantes. Esto no significa que a un nivel instintivo no tengan conocimiento de un ser superior. Lo tienen, y este ser superior, la deidad suprema que reconocerían si tuvieran tiempo para pensarlo, es el hombre, gran dador de alimentos y brindador de refugio, aquel que moldeó el mundo a su voluntad y dejó un lugar para que las moscas vivan protegidas de las inclemencias del clima y de las aves devoradoras de insectos. Como dios caprichoso, brinda alimento, pero también reparte la muerte por razones que sólo él conoce. Usando el sagrado matamoscas, castiga con la muerte a quien deja de agradarle, y deja vivir a otros sin justificación de juicios morales que tampoco las moscas tendrían tiempo de entender si quisieran hacerlo. 

Con todo, las moscas no son insensibles a la belleza, aunque sus cánones estéticos no sean iguales a los nuestros. Valoran la hermosura de un plato de comida, al igual que la de un basural fresco y oloroso. Aprecian también a un ejemplar fuerte con quien aparearse. Si otra mosca rechaza un requerimiento amoroso, la mosca no se lamenta ni espera que cambie de opinión, simplemente busca otra pareja, el mundo está lleno de moscas, y alguien la aceptará tal como es. 

Al igual que el amor, la amistad es un sentimiento un poco diferente entre las moscas. Cualquiera con quien se comparta una manzana podrida, o un pedazo de basura, es un amigo, sin importar que sea una mosca roja, verde o azul. Las moscas no tienen tiempo para juzgar el pasado de nadie. Tampoco les afectan las traiciones, ya que no se sabe si quien los abandona es por haber encontrado algo mejor, o por haber caído prisionero en una telaraña, comido por un ave o condenado a muerte por el sagrado matamoscas. 

Por eso, déjame aprovechar mi ociosidad, que la vida humana es larga, no como la de la mosca. Deja el “Carpe Diem” para otro que en verdad lo necesite.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...