domingo, 30 de junio de 2013

Unos minutos al día




Cuando llegué a su casa, después de su llamada, Salvador Mido estaba en estado lamentable, agotado y al borde del colapso nervioso. Afortunadamente yo lo conocía desde hacía tiempo. Sabía que Salvador era una persona amable, cuyo único defecto era ser bastante crédulo. Y así fue como empezó todo, haciendo caso a las recomendaciones de otros.

Después de tres años de trabajo, la empresa donde trabajaba fue obligada a darle vacaciones. Dueño de un mes y medio de tiempo libre y sin dinero para un viaje, Salvador decidió aprovechar el tiempo en su crecimiento personal. Convencido por las revistas que le mostraba su esposa, decidió emprender un programa de caminatas para mejorar su condición física. Una caminata de 30 minutos al día bastaría para bajar ese abdomen que, según la mayoría de sus amigos ya empezaba a descontrolarse. Unas vueltas al parque cerca de su casa le hicieron sentirse mejor después de unos pocos días. El paseo diario tuvo además otros efectos. Mientras descansaba en uno de los bancos del parque después de la caminata entablaba conversación con otros que paseaban a sus perros, o también trotaban como él.  Una joven convenció a Salvador de que el paseo por el parque era solo el comienzo de una vida sana, y el siguiente paso era asistir a un gimnasio. Con solo unos minutos de ejercicio al día obtendría grandes beneficios.

Salvador empezó desde ese día con una nueva rutina. Trotaba en las mañanas y luego iba al gimnasio. Al fin y al cabo, eran solo unos pocos minutos invertidos al día. En el gimnasio conversaba con otras personas que también confiaban en los métodos rápidos. Una de ellas le habló del curso de inglés que estaba llevando en su casa. Unos minutos diarios bastarían para tener un dominio del idioma en poco tiempo. Aún con dudas, empezar a estudiar inglés tal como le habían aconsejado. Al principio la estrategia daba resultados. Salvador entraba a una página web que le daba lecciones durante unos 20 minutos y le tomaba exámenes bastante fáciles para aumentar su confianza, todo ello en medio de propagandas de los otros productos de la misma empresa, una variedad casi infinita de cursos de todas las materias imaginables.

Empezó ahora un curso de finanzas y otro de marketing. Solo unos minutos al día le proporcionarían reconocimiento y un aumento de sueldo, según la propaganda recibida. Entusiasmado por las otras ofertas del sitio web, se inscribió también en un curso para aprender a tocar la guitarra. En teoría, nada podía fallar, pero Salvador empezó a notar que le faltaba tiempo para sus cosas, sobre todo cuando sus vacaciones terminaron.  Sin embargo, no supo con cuál de sus nuevas actividades terminar. Cuando trató de dejar uno de los cursos online, empezó a recibir correos electrónicos casi amenazantes sobre las oportunidades que perdería al abandonar el curso. De igual modo, los compañeros del gimnasio le llamaban por teléfono cada vez que se ausentaba, y lo convencían de continuar. Después de todo, solo eran unos minutos al día. ¿Quién no tiene unos minutos para dedicarse al día?

Salvador empezó a ponerse más nervioso cada día, y esto empezó a afectar su trabajo. Una de las secretarias siempre atenta a las últimas modas, le recomendó el yoga. Solo unos minutos diarios le darían la tranquilidad que le faltaba. Salvador, crédulo como siempre, agregó otros minutos a su rutina, más otros minutos de meditación que agregó como complemento de los ejercicios de yoga.

La idea era buena, pero también fue la gota que derramó el vaso. Desde la hora de levantarse hasta que el sueño le rendía, Salvador se veía envuelto en una serie interminable de actividades de pocos minutos al día que acababa con sus energías y lo puso al borde del colapso total. Fue entonces cuando recibí su llamada urgente. Yo no conozco mucho de esos casos pero al menos pude remitirlo a un médico especialista. En la sala de espera, Salvador se revolvía en su asiento, sin hacer nada en vez de estar siguiendo alguna de sus actividades y cursos.

El doctor, después de enterarse de su caso, diagnosticó un simple caso de stress causado por las muchas ocupaciones que tenía. El mejor remedio era dedicar un tiempo a no hacer nada. El médico dijo simplemente: “Trate de no hacer nada y mejorará, empiece con solo unos minutos al día”. Fue allí cuando Salvador finalmente explotó. Tuve que separarlos para evitar que el pobre médico sea estrangulado por decir las fatídicas palabras. Desde entonces Salvador está un poco más tranquilo y puede controlarse, siempre que nadie le recomiende alguna actividad diciéndole que serán solamente unos minutos al día.

lunes, 24 de junio de 2013

Memorias y olvidos


La enfermedad no fue inmediata. Por el contrario, fue tan lenta que ya había avanzado antes de que se diera cuenta. Olvidar las llaves de la casa, algún teléfono, el recado de las compras, parecían sucesos comunes hasta que estos comenzaron a hacerse cada vez más frecuentes. Aún entonces no los asoció con la edad. Debía ser tal vez el stress, alguna molestia pasajera o el simple hecho de estar muy distraído últimamente.  Cuando en una conversación por teléfono con su hija olvidó de repente con quien hablaba, comprendió realmente lo que estaba pasando, aunque sin querer aceptarlo todavía. Incluso cuando su hija fue a su casa para acompañarlo al doctor, ella tuvo que poner toda su fuerza de voluntad para vencer su resistencia.

El médico le recetó un tratamiento con unas nuevas medicinas y una dieta especial que prometían una mejoría si es que el mal no estaba muy avanzado. En su caso, y a falta de una mejor opinión, el resultado era incierto. Su hija decidió que valía la pena hacer el intento.

El comienzo fue difícil. Había que cambiar los hábitos de toda una vida. Ejercicios, dieta, y una cantidad precisa de pastillas a determinada hora hacían en conjunto una disciplina militar que le desagradaba completamente. Pensaba en cómo llegó a esto, al cambio de costumbres. Antes, pensaba, el cambio había sido parte de su vida: había pasado por muchos cambios de trabajo, había vivido en diferentes lugares, sin contar aquel viaje que lo llevara a Europa, a la India  y al Africa. Hasta que sin darse cuenta, dejó de hacer cambios, se casó, tuvo una hija, un trabajo fijo y un seguro de vida. Tal vez en esto consiste el sentar cabeza y establecerse, en acostumbrarse a levantarse todos los días a la misma hora, a comer lo mismo cada día de la semana y a dormir con la misma mujer todas las noches. Definitivamente había cambiado en todos estos años, aunque…

De repente, se sorprendió al darse cuenta de que estaba pensando en el pasado. ¿Hacía cuánto tiempo que solamente pensaba en el presente? Esto debe ser un efecto secundario del tratamiento. Estaba recordando, costumbre que había dejado hace mucho. Tal vez sea otro efecto de la edad. Los jóvenes piensan solo en el futuro, los adultos solo viven el presente y los mayores permanecen  en el pasado.

Las nuevas medicinas no funcionaron como esperaba. Los pequeños olvidos desaparecieron, pero aparecieron además nuevos recuerdos. De pronto se dio cuenta de que recordar no era siempre placentero. Las decepciones, cuando descubrió que la vida era dura e injusta, cuando perdió a su esposa. Todos los recuerdos de aquella vez regresaron de golpe, haciéndole revivir todo el dolor de la primera vez. Nuevos recuerdos fueron apareciendo: El accidente en la moto que lo dejó postrado varios meses, la muerte de su padre.

Los recuerdos se hacen cada vez peores. Está recordando todos aquellos momentos que lo hicieron sufrir y es como vivirlos nuevamente. La falta de costumbre en recordar hace que las heridas se abran otra vez con toda su fuerza hasta que el dolor se hace insoportable.

Recordar duele, acerca más a la muerte que a la vida. Poco a poco, surge una solución. Tal vez sea mejor dejar que la enfermedad se lleve los recuerdos, convertir el olvido en permanente hasta que sea lo único que quede. No más ejercicios, no más dieta, no más pastillas. Cuando empieza a tirar una a una las pastillas por el desagüe, como en un ritual invocando al olvido, aparece un nuevo recuerdo: La sonrisa de su esposa, cuando aún era joven y lo acompañaba en aquellas aventuras, cuando el mundo era aún una aventura. Solo quedan dos pastillas por tirar, y decide que son  justo las que necesita conservar, justo para los recuerdos que quiere conservar.

martes, 18 de junio de 2013

Sobre la felicidad


¿Eres feliz?

Escucho la pregunta y me provoca responder que sí. El problema es que decir que uno es feliz es un acto subversivo, escupirle a la cara a los demás una condición que los otros no tienen. En este mundo, es un pecado declarar que se es feliz. Así que respondo que no.

Tal vez, como muchos, me avergüenza confesar mi felicidad. Durante toda mi vida he escuchado que la gente no nació para ser feliz, que venimos a este valle de lágrimas para sufrir, y que la felicidad es solo para los santos que han muerto y están en el paraíso.

Ser feliz es, también un insulto para el mundo, para los que nos rodean. ¿Cómo puedes ser feliz cuando hay hambre, delincuencia, violencia y guerras? ¿Acaso no te importan los demás que sufren? Ser feliz sería entonces un acto inmoral, insensible.

Tampoco la felicidad tiene que ver con la religión. No se necesita ser creyente fanático para ser feliz. Y esto es algo que ningún creyente es capaz de aceptar. Una vez le dije que era feliz a uno de esos que quiere convertirte a toda costa, y me dijo que era mentira que yo fuera feliz, puesto que no leía la Biblia.

La felicidad se ha convertido entonces en un concepto inalcanzable, que nadie puede tener. La gente parece creer que nadie puede ser feliz, y rechaza la idea de que alguien que conozca puede ser feliz. Si preguntamos, las personas nos podrían responder que es posible alcanzar la felicidad, pero negarían igualmente la posibilidad de ser feliz con este gobierno, en este país, en este tiempo.

Ser feliz no es, como muchos piensan, vivir siempre en un estado de perpetua carcajada, como si estuviera uno borracho o drogado. Las personas felices no necesitan reírse a toda hora, basta simplemente con permanecer tranquilo ante lo que nos ofrece la vida, sin sentir nunca la necesidad de molestarse.

Empecemos entonces por el simple ejercicio de no ser infeliz por un rato. Tal vez esto no es tan difícil. Luego seremos infelices por cada vez menos tiempo, hasta que podamos dejar de ser infelices. Solo con esto, habremos alcanzado una saludable medianía. Y si consideramos a la felicidad como la ausencia de infelicidad, entonces, y sin darnos cuenta, ya habremos alcanzado la felicidad.

Todos somos capaces de ser felices por poco tiempo. Cuando esto ocurre, los malos momentos son olvidados y solo quedan los momentos de felicidad. Es entonces cuando uno mira hacia atrás y descubre que en un tiempo fue feliz. En aquí donde reside el secreto de la felicidad: en que los malos momentos no dejen huella y que los buenos momentos se conviertan en los únicos recuerdos. Siendo así, la felicidad se muestra al alcance de la mano y puede uno decir que finalmente, es feliz.

Tal vez, después de leer estas líneas, lo pienses mejor cuando nos encontremos y te haga la pregunta:

¿Eres feliz?

miércoles, 12 de junio de 2013

El dueño de la pelota




¡Inge, cuéntese una de sus historias chistosas!
Yo nunca me opongo a contar una historia, aunque me queda siempre la impresión de que las historias no son realmente mías, y que yo soy, en el mejor de los casos, un espectador de primera fila. Pero, como dije alguna vez, no importa dónde esté, a mi alrededor ocurren “cosas” que puedo poner aquí para distracción de los visitantes a este blogcito. Esta es una que ocurrió y de la que fui testigo de excepción:

En una de las obras en las que estuve trabajando, a seis horas de la ciudad, y sin televisión, el principal problema por las noches para nuestro grupo era cómo pasar las noches sin aburrirnos en ese ambiente que solo parecía estar hecho para trabajar. Yo mataba el tiempo leyendo los libros más grandes que podía encontrar, pero había unos cuantos valientes que tenían la genial idea de jugar fulbito. No es que yo esté normalmente en contra del ejercicio físico, pero en ese campamento a 4300 metros de altura el fútbol no era definitivamente una de mis prioridades para pasar el rato. Así que durante todo ese tiempo me limitaba a ver desde la tribuna cómo mis compañeros jugaban entusiastamente durante tres minutos antes de caer exhaustos por la falta de oxígeno y eran reemplazados durante los siguientes tres minutos por otros compañeros.

Esto no disminuía el entusiasmo del grupo, y el juego de fulbito se hizo una costumbre que seguíamos una o dos veces por semana. Uno de los ingenieros del grupo era el más entusiasta, el que insistía en armar los equipos, quería siempre ser el capitán y el que gritaba a todos durante el partido cómo debían correr, a quién pasar la pelota y el que quería recibir la pelota para meter el gol. Uno de esos días en que me quedé en la oficina de obra, lo encontré revisando una página web de artículos deportivos. Apenas me vio, me mostró la imagen de la pelota que pensaba comprar para nuestro aguerrido equipo de fulbito. Si cada miembro del proyecto abonaba una módica suma, tendríamos una hermosa pelota para nuestros partidos. Por supuesto, él compraría y recogería la pelota. De nada sirvió que le ofreciera, junto con mis menos sinceras felicitaciones, una tarjeta prepago de teléfono a medio usar y un caramelo que completaba el valor de la cuota propuesta, al día siguiente fue a buscarme para recibir el dinero en efectivo, indicándome además que todos estaban de acuerdo con la propuesta y ya le habían entregado su cuota.

A las dos semanas, luego de su bajada a la ciudad, nos mostró orgulloso, en un tour por los sitios de trabajo de todo el proyecto, la nueva pelota, brillante y colorida, digna de nuestras mejores jugadas. Después de algunos botes en el piso para demostrar lo bien que rebotaba, fue dejada como trofeo sobre uno de los armarios de la oficina, en espera de su debut triunfal.

El debut triunfal sería al día siguiente, en un amistoso contra el área de recursos humanos, en el área de recreación de la empresa. Cuando yo legué, ya varios se me habían adelantado y, a falta de los equipos completos, se había empezado a jugar con los primeros que llegaron. El amistoso oficial fue reemplazado por una pichanga informal con los presentes. Teníamos equipo, pelota nueva y muchas ganas de divertirnos sanamente jugando fulbito, que al fin y al cabo era lo que todos queríamos.  ¿Dije todos? Bueno, había una persona que tenía otros planes para el estreno del balón nuevo. Nuestro compañero, promotor y comprador de la pelota llegó tarde a la cancha, con camiseta y pantaloncillo nuevos, creyendo sin duda que la ocasión del estreno de la nueva pelota merecía también de su parte ropa nueva y brillante. ¿Por qué no hemos empezado el partido? Dijo al ver a los jugadores mezclados en uno y otro equipo. Paren el partido, vamos a empezar, gritó desde el borde de la cancha mientras se quitaba el buzo. Ya estamos jugando, se escuchó una voz perdida en el laberinto del partido. Al ver que nadie le hacía caso, ingresó a la cancha, tomó la pelota con las manos y suspendió manu militari el encuentro. Ahora sí vamos a formar los equipos - se le escuchó decir entre el coro de quejas. Todas las respuestas le cayeron al mismo tiempo como un bombardeo: Ya empezamos el partido, espera tu turno para jugar, para qué nos paras el partido, la pelota es de todos, no jorobes.

Todas las ilusiones y planes que se había hecho para el debut oficial de la nueva pelota se desvanecían a sus ojos: Un partido entre nuestra área y Recursos Humanos, su camiseta resplandeciente y él siendo como siempre pieza clave en la victoria, nada había salido de acuerdo a su grandioso plan. Pero no, esto no puede quedar así, no pueden romper mis sueños deportivos, habrá pensado nuestro amigo, cuando se reanudó el partido durante pocos segundos.  Los pocos segundos que le tomó entrar de nuevo a la cancha, tomar la pelota nueva y retirarse sin decir palabra.

Todos quedamos tan sorprendidos que no hicimos nada por evitarlo y nos quedamos viendo como la pelota que todos habíamos pagado se fue con su verdadero propietario y nos dejó sin balón. El partido se terminó a duras penas, con una pelota viejísima que nos prestó el administrador de recreación de la empresa.

Al día siguiente, me encontré al frustrado jugador. Estaba a punto de lanzarle mis mejores ironías sobre lo sucedido anoche, pero el habló primero. Me explicó que estaba pasando por los sitios de todos los que habían colaborado para la compra de la pelota para devolver la cuota que cada uno había entregado. Su tono me dejó la clara sensación que ninguno de nosotros merecía usar un balón nuevo y tan bonito como el que había traído con su esfuerzo. Mi impresión se confirmó cuando me dijo que varios habían propuesto que ya que la pelota la habíamos pagado entre todos, la sortearíamos al final del proyecto para que se la lleve cualquiera. ¡Habrase visto semejante desvergüenza!
Lamentablemente no reaccioné a tiempo y acepté el dinero, impidiendo la posibilidad de quedarme aunque sea con una treintava parte de la pelota. Hasta hoy lamento haberme callado mientras veía alejarse a nuestro amigo convertido en lo que siempre había querido ser: Nada más y nada menos que el dueño de la pelota.

jueves, 6 de junio de 2013

Los solitarios


Qué hermosos nos vemos los solitarios en el cine.
Qué hermosos nos vemos los solitarios en una librería.
Qué hermosos nos vemos los solitarios caminando con el perro.
Qué hermosos nos vemos los solitarios en un café.
Qué hermosos nos vemos los solitarios sentados en un parque.
Qué hermosos nos vemos los solitarios fotografiando un árbol solitario.
Qué hermosos nos vemos los solitarios detenidos viendo un cielo de estrellas.
Qué hermosos nos vemos los solitarios leyendo un libro.
Qué hermosos nos vemos los solitarios corriendo a la orilla del mar.
Qué hermosos nos vemos los solitarios silbando una vieja canción.
Qué hermosos nos vemos los solitarios derramando lágrimas por un amor.
Qué hermosos nos vemos los solitarios escribiendo letras rotas.
Qué hermosos nos vemos los solitarios acostados sobre el césped viendo volar los pájaros.
Qué hermosos nos vemos los solitarios extendiendo nuestras manos.
Qué hermosos nos vemos los solitarios viajando sin destino.

Esta es otra de las ocasiones en que encuentro en otro blog un post que me gusta tanto que no puedo resistir la tentación de copiar y pegarlo en el mío. Sana envidia. El original se encuentra en http://saudadeparisina.blogspot.com/2013/04/los-solitarios.html
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...